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Una vacuna contra el hambre

Por Miguel Barreto*

El mundo está cambiando y el rostro del hambre también. Debido a las persistentes inequidades sociales, el nuevo rostro del hambre afecta a todos los países sin importar su nivel de desarrollo. En los países de renta media grandes bolsones de pobreza (o “islas de riqueza”) coexisten en medio del progreso económico y estas poblaciones, que carecen de acceso a alimentos nutritivos y a servicios básicos, devienen mucho más vulnerables.

Este nuevo rostro del hambre no es solamente rural, sino periurbano. Es un fenómeno que podemos percibir claramente en América Latina y el Caribe, donde las familias más pobres se establecen precariamente en cerros o en quebradas de las zonas urbanas, lo que incrementa su vulnerabilidad a los deslaves y desastres naturales, mientras carecen de servicios básicos.

No obstante la paradoja es que a pesar de que alrededor de tres cuartas partes de los pobres y los niños con desnutrición crónica viven en esas pésimas condiciones –precisamente en países de renta media—su situación es casi invisible. Y los riesgos y consecuencias también.

Sin descuidar a las personas más pobres de los países más pobres, el 36 por ciento del total de los 90 millones de beneficiarios del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas (PMA) se encuentran en estos países.

Los datos son claros. Como ejemplo, el PMA lanzó recientemente el mapa de seguridad alimentaria, desastres y cambio climático, donde se han identificado zonas en situación de alto riesgo en la región andina. Si queremos construir sociedades productivas y estables, no podemos dejar a nadie atrás, por lo que tenemos que enfocarnos en el desarrollo sostenible de las personas desde la primera infancia y de las comunidades más vulnerables, independientemente de su ubicación.

De eso se trata la resiliencia. Fortalecer las capacidades para transformar vidas, reduciendo la probabilidad de continuar pasando hambre y/o estar sometidos a la hipoteca hereditaria de la inseguridad alimentaria.

Las actividades resilientes no son nuevas para nosotros. Muchos creen que el PMA solamente reparte alimentos en situaciones de emergencia. Ciertamente, durante muchos años hemos salvado vidas pero al mismo tiempo hemos apoyado a millones a acabar con el ciclo del hambre, ayudando a sus comunidades a producir sus propios alimentos. Porque los alimentos son las primeras herramientas catalizadoras para el desarrollo.

Enfrentar la inequidad social requiere voluntad política y un pacto social. Implica programas eficientes, legítimos y de largo plazo, ajenos de apetitos comerciales y políticos, y repletos de apropiación comunitaria. Significa trabajar en conjunto promoviendo programas de nutrición integral y preventiva desde la gestación; gerenciar programas de alimentación escolar que permitan que los niños y las niñas atiendan la escuela, fortaleciendo la equidad de género. Lo es también incentivar huertos escolares o familiares.

Significa también crear programas de generación de activos capacitando pequeños agricultores y conectándoles con los mercados privados o los programas sociales. O promover actividades de generación de activos resistentes a la sequía y/o inundaciones en zonas recurrentemente afectadas por desastres naturales, incluido el desarrollo de microcuencas o la reforestación.

Por ello la resiliencia es una vacuna contra el hambre.

Si el hambre es la expresión más perversa de la pobreza, atender integralmente a los más vulnerables y generar actividades de resiliencia comunitaria debe ser tan prioritaria como cualquier política educativa o de salud, incluso para que estas últimas tengan resultado. Y ello no es solamente un compromiso ético. Es fundamental si queremos superar la inseguridad pública, reducir la migración o permitir que más personas accedan al mercado o al progreso económico.

Solamente en nuestra región 47 millones de personas duermen todas los noches con hambre. Tal como lo ha propuesto en Davos el Secretario General de la ONU, Ban Ki Moon, el “Reto del Hambre Cero” de todos los gobiernos sociedad civil, empresas, sindicatos y la comunidad científica, es empezar por convencernos que es posible erradicar este flagelo también en nuestro hemisferio durante nuestra generación.

*Miguel Barreto es Director Regional de Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas (PMA) para América Latina y el Caribe.