Después de 50 años del inicio de la “guerra contra las drogas”, el tráfico de estupefacientes sigue creciendo en América Latina, a menudo produciendo destrucción a donde llega. La experiencia sugiere que una combinación de enfoques, incluidas intervenciones policiales más inteligentes y una política social robusta, es la estrategia más adecuada.
¿Qué hay de nuevo? La violencia derivada del narcotráfico azota a América Latina, a pesar de décadas de campañas de seguridad basadas en acciones policiales y militares. El número de grupos criminales ha crecido, se han extendido a países que antes no se veían afectados y han diversificado sus actividades. La competencia entre estos grupos por las ganancias del narcotráfico es la principal causa de violencia dentro de las comunidades.
¿Por qué importa? EE. UU. nuevamente está exigiendo ofensivas militares contra los grupos criminales de la región, pero la evidencia muestra que intervenciones similares en el pasado han servido para reconfigurar las rutas de suministro, estimular redes delictivas más complejas, acelerar los esfuerzos para corromper a los funcionarios estatales y generar picos de violencia que perjudican a los más vulnerables.
¿Qué se debe hacer? América Latina debe aprender de sus éxitos y fracasos. Policías más efectivas, alternativas económicas a la delincuencia, restricciones al flujo de armas y, en determinadas condiciones, negociaciones con grupos ilegales son parte de la solución. Los Estados extranjeros deben reconocer que es contraproducente exigir controles más estrictos cuando éstos empeoran la violencia.
Resumen ejecutivo
Más de medio siglo después de la declaración de la “guerra contra las drogas”, América Latina lucha por controlar el estallido de violencia que viene de la mano con el narcotráfico. Aunque el crimen organizado relacionado con las drogas ha tenido picos de violencia notorios en el pasado, sobre todo en Colombia y México, nunca se había extendido tanto y rara vez había penetrado tan profundamente tanto Estados como comunidades. Los grupos criminales se han dividido, multiplicado y diversificado, sumando sustancias sintéticas letales como el fentanilo a la oferta tradicional de drogas orgánicas tales como la marihuana, la cocaína y la heroína, y se han involucrado en nuevos negocios ilegales, incluyendo la extorsión. Donde encuentran comunidades pobres y desprotegidas, los grupos criminales actúan como empleadores y señores feudales; donde hay presencia de funcionarios estatales, los coaccionan y corrompen. Ahora que Washington presiona para que se tomen nuevas medidas militares contra los traficantes de droga, quizás incluso con la participación de fuerzas estadounidenses, los líderes latinoamericanos se enfrentan a decisiones difíciles. A pesar de estas presiones, la experiencia sugiere que una combinación de mejor acción policial, creación de formas alternativas de subsistencia, control de armas y, en condiciones específicas, negociaciones, sería más eficaz para reducir la violencia.
El mapa del narcotráfico en América Latina se ha transformado en las décadas transcurridas desde que surgieron las primeras rutas de suministro desde los Andes hacia EE. UU. La demanda de narcóticos fuera de la región sigue en niveles récord, con nuevos mercados en auge, en particular la cocaína en Europa y el fentanilo en EE. UU. Al mismo tiempo, recurrentes oleadas de operaciones de seguridad respaldadas por EE. UU., en forma de capturas y extradiciones de jefes criminales (conocidos como capos), incautaciones de drogas y erradicación forzosa, han revolucionado la cadena de suministro. Aunque Colombia y México siguen siendo el corazón del negocio de las drogas, una de las principales rutas para llegar a EE. UU. y, en particular, a Europa se extiende por el Pacífico, abarcando países que en gran medida no habían sido afectados por el tráfico ilícito, como Costa Rica y Ecuador. En cada uno de ellos se han registrado fuertes aumentos de las tasas de violencia; Ecuador fue en 2024 la nación más violenta de Suramérica. En toda la región, las oleadas de muerte han marcado los nuevos centros de un narcotráfico hiperviolento y en rápida evolución.
Comprender cómo se produjo esta oleada de delincuencia es fundamental para detenerla. El narcotráfico se ha adaptado a las amenazas de las operaciones de seguridad, volviéndose más flexible y resistente. En lugar de organizaciones jerárquicas que podían desmantelarse una vez identificados sus líderes, el narcotráfico funciona cada vez más a través de redes de proveedores que subcontratan cada etapa de la ruta a otros operadores más pequeños. Financistas de alto nivel contratan a sofisticados traficantes internacionales, que supervisan las exportaciones de droga a los mercados consumidores, los que, a su vez, se asocian con grupos criminales nacionales y locales para satisfacer los pedidos. Los grupos nacionales manejan la producción o garantizan el paso seguro de la droga por un corredor determinado de tráfico. A nivel local, las bandas urbanas son contratadas por aliados criminales más grandes para que presten servicios logísticos de pequeña escala, como el contrabando de drogas a través de puertos.
Todas las capas de estas redes han aprendido que la cooptación de funcionarios estatales es un activo comercial fundamental. A través de una combinación de amenazas y sobornos, sus objetivos son las fuerzas de seguridad, jueces, fiscales y políticos que puedan garantizar el buen funcionamiento de sus negocios, reduciendo el riesgo de arrestos o incautaciones. De la misma manera, las cárceles de algunos de los lugares más peligrosos de América Latina están controladas por reclusos que dirigen sus empresas criminales tras las rejas y ejecutan salvajes venganzas contra rivales dentro y fuera de ellas.
Si las ganancias de este negocio tienden a fluir hacia arriba, la violencia se encona en la base. La sabiduría convencional sobre los mercados ilícitos sugeriría que el conflicto es un signo de inestabilidad y desorden. Pero la violencia parece ser una característica estable (y de hecho un producto) de la forma en que opera el narcotráfico en América Latina. En los niveles más altos del negocio de las drogas hay pocos actores, que hacen todo lo posible por ocultar sus conexiones con el negocio. A nivel local, donde pequeños grupos y bandas compiten por el control, la competencia para ganarse la confianza de aliados criminales más grandes y entrar en la cadena de suministro de drogas suele ser feroz. A las bandas a menudo se les paga con drogas y armas, que luego utilizan para extraer más ingresos de las aterrorizadas comunidades, incluso mediante la venta de drogas a pequeña escala, la extorsión y el secuestro. A medida que los grupos rivales intentan defender su territorio, surgen fronteras urbanas invisibles entre ellos: los civiles que se atreven a cruzarlas en algunas de las comunidades más afectadas de la región, como Durán en Ecuador o Buenaventura en Colombia, enfrentan violentas represalias.
Aun así, el crimen organizado tiene influencia sobre las comunidades pobres más allá de la intimidación. En muchas comunidades pobres, los hogares agotaron sus ahorros para sobrevivir meses de confinamiento por la pandemia de COVID-19, mientrasque recortes en los subsidios antes financiados con el auge de las materias primas dejaron un profundo vacío económico. El crimen organizado ofrece una alternativa a jóvenes desesperados, que se unen con la esperanza de obtener ingresos, estatus y poder en sus comunidades. La admiración de los delincuentes locales se ha vuelto algo común entre los adolescentes de una infinidad de comunidades empobrecidas.
No existe una única cura para el desbordante ecosistema criminal latinoamericano, aunque las experiencias del pasado son prueba de lo que no ha funcionado. La represión militar y las capturas de alto nivel generan victorias a corto plazo, pero una y otra vez alimentan nuevas olas de violencia y provocan reconfiguraciones del narcotráfico que lo hacen más resistente a las operaciones de seguridad. Los Estados latinoamericanos, que durante mucho tiempo han seguido el ejemplo de Washington en la “guerra contra las drogas”, tendrán que repensar las herramientas convencionales para limitar la oferta de drogas teniendo en cuenta qué enfoques reducen (en lugar de exacerbar) los daños a la población civil. La política adecuada probablemente sea una combinación de iniciativas, entre ellas, fortalecer las investigaciones, limitar la corrupción en las fuerzas de seguridad, mejorar las policías comunitarias y realizar una reforma penitenciaria. Los Estados también deben tratar de resolver las graves dificultades sociales de las que se aprovechan los grupos delictivos para reclutar a sus integrantes. En casos específicos, los gobiernos podrían considerar la posibilidad de entablar conversaciones con los grupos criminales para frenar los peores brotes de violencia y desvincular a los jóvenes que quieran un nuevo comienzo.
Dado el papel de América Latina en el narcotráfico, sus arraigadas desigualdades y debilidades institucionales, la región probablemente seguirá sufriendo las consecuencias de una actividad delictiva que alimenta la elevada demanda mundial de drogas. La región sufre una cruel ironía, en la que más acciones de fuerza, más incautaciones y una prohibición más estricta tienden a elevar el precio de las drogas y, por lo tanto, las ganancias de los traficantes. La región necesita estrategias para reducir la violencia y socios internacionales que se comprometan no sólo a impedir que las drogas lleguen al mercado, sino también a mitigar sus consecuencias. Aunque todos coinciden en que el crimen organizado es un flagelo que debe ser combatido, el costo de la lucha contra las drogas no debe seguir pagándose con vidas civiles.